MARIA DOLORES RUBIÓ
“MALOLES”. DE LA PINTURA AL PLEIN AIR AL LIRISMO PICTÓRICO
Arnau Puig, filósofo y crítico de arte
Un buen día las realidades surgen de las sensibilidades. El plein air fue que Corot, mientras pintaba el puente de Narni, se dio cuenta que lo que le interesaba no era el puente sino lo que sus ojos descubrían cromáticamente en aquel lugar preciso que observaba. Se había manifestado el impresionismo: lo que captan tus sentidos, lo que atrae tus ojos es aquello por lo que se interesa tu sensibilidad; cada cual la suya, por supuesto, que es personal e intransferible.
Luego vendrían infinidad de actitudes ante este hecho subjetivo puesto que lo que podía continuar interesando aun al arte del siglo XIX eran las epopeyas bélicas y económicas que habían conducido al artista “objetivo” a retenerlas frente a las mitomanías de los dos siglos anteriores, pero que para los “modernos” todo se había convertido en la presencia del más absoluto personalismo. El romanticismo es el sendero que conduce a las subjetividades y éstas se manifiestan según el pulsor que cada uno es ante lo que cree encontrarse.
Las versiones personales, subjetivo-objetivas, de esta nueva “realidad” se llamarán – son solo unos nombres referenciales – Manet, Monet, Cézanne, Matisse, Mir, Sorolla. Y es aquí en donde aparece “Maloles” (Maria Dolores Rubió).
Primero es el temperamento; seguramente después, la circunstancia. “Maloles vive en un lugar en el que la luz practica juegos de dispersión y de construcción. En su entorno hay la llamada húmedo-luminosa escuela de Olot, los “puristas luminosos” de Sitges y, por supuesto, el mencionado Mir y el ingente Gimeno. Pero cerca de ella hay, después de considerar que lo primero que hay que hacer para llegar a elaborar algo, es saber qué haces, cómo se hace y qué pretende encontrar o establecer tu sensibilidad. La construcción clásica evidente en su obra se la proporcionó la Escuela de Llotja; sobre la sensibilidad para los colores le advierte de las sintonías su profesor Sanvicens y, acerca del rasgo, la dimensión y el trazo espiritual allí hay Teresa Llácer, atenta a la corrección de los desfases. Las coordenadas para pintar están constituidas, El empuje para la realización lo aporta Maria Dolores Rubió “Maloles”.
Desde este momento son las obras las que van a decidir del acierto y de la sinceridad de todo lo que ella, con sus colores, llegue a elaborar, a encontrar que ha creado sin, empero, traicionar lo que motiva o hace que cada uno pertenezca a su circunstancia.
Deambulemos visualmente y mentalmente por las obras de la artista. Nos vamos a encontrar con obviedades y con subjetividades sorprendentes. Ante todo, la elegancia constructiva: todo en cada obra se inicia, se despliega y se retiene en el punto en el que el decorum de los clásicos exigía que el entorno fuera presentado.
Es que en este punto de equilibrio solo aparente es el “deseo” que ha guiado la acción gestual de la artista. “Maloles” ve y construye según un ansia indefinida y al mismo tiempo retenida que nace y surge de dentro de ella misma. La estructura compositiva, por los mismos principios por los que esta puede constituirse, retuvo el avasallador empuje de la gestualidad deseosa que mana de la sensualidad apetecible de lo que place y complace.
Construye mediante unos colores – en realidad todos los de la gama que roza la frialdad de lo cálido: azules, verdes, blancos, el negro azabache que resbala hacia el morado y el gris – que junto a la dispersión mantienen firme la estructura de la sensación inicial que había en el empuje creativo.
Es obvio que hay parientes en su obra y que estos espejos de retorno se pueden señalar con los nombres clásico-modernos de Sorolla (por lo alegre y fugaz) de Matisse (por el impacto de frenada súbita de la impresión imperecedera): pero también está, aunque ya más lejanos aquel extraños enamoramiento de la realidad, tal cual la luz del sol nos la ofrece, de la llamada “escuela de Sitges”, con Mas y Fondevila. Pero tampoco se olvida en el recuerdo, cuando se observan las obras de “Maloles”, aquel indefinido plano de los “nenúfares” de Monet: colores y más colores que atraen sin saber nunca el por qué, aunque, luego – en esta lista de parentescos de soporte que uno decide en la vida tomarse como los apoyos que inmediatamente se sueltan – nos aparezca aquel delicioso Marquet, alejado, que conste, del diluido Dufy.
Pero ante la obra de “Maloles” – ya se ha ido advirtiendo – el plein air no es nunca lo suelto, lo deshilachado, sino una manera, la suya, de construir i constituir el interiorismo. Y esto supone, una vez más, que la estructura compositiva a pesar del caos aparente está siempre bien presente.
Es lo mismo que sucede cuando se enfrenta a una marina, o a un paisaje: allí siempre hay lo cercano y lo lejano. Esto nos lleva a sentir en nuestra sensibilidad que si bien en la obra de la artista no hay personajes representados sin embargo siempre está presente la penetrabilidad, la vida acogedora en medio del aquelarre de los colores. No hay figuras, pero está presente la posibilidad de habitar aquellos espacios.
Hay algo que quisiera aun subrayar: hemos mencionado la total sensualidad que transportan los colores que “Maloles” utiliza. Pero estos colores no arrastran espiritualidades espureas (en Matisse el color muy a menudo se pasa y alcanza aquella dimensión que arrastraría hacia lo banal). Pero tampoco está en la obra de “Maloles” la espiritualidad cromática que casi llega a la inquietud religiosa, como sucede en otro fauve, como es Rouault. Y ello es porque – como dijeron los grandes artistas italianos de todos los tiempos – la bellezza no c’è scherzosa; la belleza es algo muy serio que no admite afeites ni arreglos, se alcanza o no se alcanza.
Todos los antecedentes y concomitantes que se citan respecto a “Maloles” no son otra cosa – al margen de los maestros, obvio – que la circunstancia, la curiosidad que la cultura conlleva y las afinidades que cada viviente sien0e y experimenta respecto de los que le entorna. No hay más, si uno es sincero consigo mismo y, en “Maloles” la sinceridad la respiran y expelen los colores, sus colores
Por todo ello no nos ha de extrañar que la artista entienda que en definitiva todas esas emanaciones de su vida, toda esa explosión de sinceridad, en realidad son murmullos, aquel flujo y reflujo que aporta y se lleva el viento y que, después del soplo o de la tormenta, parece que no queda nada. Ante la obra de “Maloles” esa apreciación sensorial sería una equivocación. Quedan unas magníficas impresiones que permiten ser de nuevo reencontradas en una nueva visión de las obras. No creo en absoluto que estas obras fatiguen la vista de quien las observa; a parte del frescor que siempre respiran está presente en ellas la posibilidad – ya se dijo y se repite – de ser habitadas. Mejor dicho, que, en la realidad objetiva de lo cotidiano, debería encontrarse una realidad que sea la imitación de las obras de la artista.
Arnau Puig
Barcelona 20 febrero 2018